Pudiera ser que una historia humeara como una taza de café, desde su negro color invadiendo con el aroma el aire de los vivos que la rodean. Una historia o un recuerdo, una vaga forma en la espuma marrón que perece al chocar con los labios del tomador. El apurado del líquido, el golpe de la taza sobre la mesa, y... listo, dispuesto para continuar tomando tazas de café, cargado, cortado, con leche... pero siempre quedando posos después de haberla apurado. Son los recuerdos, una pequeña arena negra que te dice: has estado aquí y me has consumido.
De todas maneras, iba a contar una historia, ni extraordinaria, ni particularmente bella o afortunada, eso es mejor dejarlo para la vida. Una historia sobre un café. Un café con un aroma único, suave y aterciopelado; denso y persistente como el perfume. Su sabor ligeramente especiado, intenso. Una taza duraba en el recuerdo mas que la mejor frase que hayas oído, y aunque la creyeras perdida, habría de volver durante las horas del sueño, durante toda tu vida. Alrededor de esta taza, de su café, hay personas que, al estar relacionadas con algo tan especial, ellos mismos se convierten en algo que recordar, en recuerdos.
El café tenia un nombre, Desespero, igual que el local en el que se servía. El sitio era de lo menos particular en su decoración, una imitación a tantos otros, un desdibujo de una tertulia de café de principios de siglo. Pero su nombre era distinto, las fotos que adornaban el local mostraban a toda una suerte de gentes, de hombres y mujeres, sentados. Solos, ante la taza de café, ante su humo, ante el futuro que no acababa de llegar. Sus expresiones bailaban de la alegría a la tristeza, y muchos días no podría decir si alguno de nuestros insignes adornos no se habría sentado a recordar el viejo instante de la fotografía.
Había quedado con una chica, no recuerdo su nombre, tan solo el hecho de esperar y aquella frase que me interrumpió en la segunda copa, “¿Quieres café?”, para presentarme un redondo y risueño rostro enmarcado de amarillo. No sé cual fue mi mirada los segundos posteriores, en los que, sin respuesta ninguna, bajó una humeante taza hasta la mesa y dijo “Éste es el café del desespero. Hay a quien le gusta y hay a quien no, pero todo se ha de probar.”. Y así se fue, volviéndose con la bandeja en la mano, descubriéndome la manera más provocadora de andar con una bandeja; de andar, sencillamente, acelerando el ritmo del corazón, dirigiéndolo cual metrónomo que tomara como aguja una pierna. Un paso y latido.
Probé el café. Era la primera vez, y como todas las veces primeras los sentidos se agudizaron para convertirlo en recuerdos. Su olor, amargo, fragante, suave y largo, el líquido caliente de sabor oscuro y placentero. Mi mirada ya vagaba perdida en la búsqueda de la camarera del local.
No la encontró, ni entre el bullicio de gente que ensordecía el local a esa hora, ni en las horas posteriores que permanecí sentado, con la única compañía de la incredulidad y la taza de café. La prueba de la no fantasía, quizás la prueba de la locura completa. Antes de salir pregunte al hombre delgado, tallado con las arrugas que dan la nocturnidad y la alevosía de las noches largas, y con ese desparpajo en el trato que proporciona el haber convertido una afición en profesión, solo por el gusto de pertenecer a la noche; a ese hombre, que observaba con sus ojos ennegrecidos desde el otro lado de la barra, por la camarera. Lo único que logre fue una risa, descubrir que no trabajaba ninguna camarera; fue entonces cuando la torpeza de la mirada, guiada por el hombre tallado, advirtió los dos chicos que limpiaban y recogían las mesas. Eso y ser invitado al café que les había desaparecido de la barra horas antes.
Andrés se llama el propietario de rostro marcado, y las ojeras siguen siendo lo que mas llama la atención en su cara. El tiempo nos ha dado esa confianza entre cliente y camarero, que sin excluir el pago de las copas, hace que te puedas reír o tener un padre confesor al otro lado del ron.
El tiempo hizo que empezara a parar en aquel café. Al principio engañándome, con esa pequeña mentira de pasar casualmente por delante de el, y el ´¿por qué no?´ susurrado en la cabeza por ese ser al que tanto se le puede llamar conciencia como malas ideas. Así empezaron las conversaciones con Andrés, el conocimiento de su ajetreado pasado, y su pasión por la fotografía, y la pequeña obsesión por el tiempo perdido en las esperas, que nos ha dado para mas de una larga discusión sobre el extraño reflejo del corazón cuando tu pareja no aparece.
Al final la asiduidad que me convirtió en una decoración por horas del local, eso y el habito de sentarse en la misma mesa, con el mismo café, que no acababa de saber a lo mismo que la primera vez.
Pasaron noches, y días. No recuerdo cuantos, solo el hecho de que el recuerdo de la chica de pelo rubio se diluía mientras los hábitos arraigaban taza a taza.
Un día, en el que antes de irme a sentar en la mesa de siempre estaba conversando con Andrés en la barra, entro un hombre joven, con un gran portafolios debajo del brazo, que dejándolo encima del mostrador pregunto muy amablemente por el propietario del local, a lo que Andrés respondió ´En este momento no esta en el local, ¿si puedo atenderle yo...?´
- Puedo venir en otro momento. ¿A que hora suele estar? ¿Por quien pregunto?
- De nueve a dos.- El joven miro instintivamente el reloj. – Claro que se dicen también de nueve a catorce, y puede preguntar por el Banco de la plaza de España. – Concluyo Andrés con una amplia sonrisa de perro astuto, acabando por desconcertar mas al chico, que a lo mas que acertó fue a arquear las cejas y adelantar torpemente su mano hacia el portafolios. Andrés fue mas rápido y tomándolo clavo su mirada en la mirada nerviosa del joven. - Fotos, ¿no? Tengo un despachito en la trastienda. ¡Oh! Relájate, no me como a nadie a estas horas. Mas tarde... ya veremos.- Dijo clavando la frase en el chico con un guiño que hubiera enrojecido a una prostituta de noventa años.
Aun así el chico lo siguió. Debo de hablar en defensa de Andrés, es una de esas personas que se divierte provocando a los demás, demostrando que los limites de determinados comportamientos solo son mentales, y tan etéreos como el humo de una vela. Reconozco que su amoralidad es uno de sus mayores encantos, pero se tan bien como el que esta es solo de boquilla, pues utiliza las palabras como un niño utiliza los petardos; las lanza y observa mientras explotan. Y si, ya conocía la afición por la fotografía, y llevaba suficiente tiempo visitando el Desespero como para saber que las fotos de las paredes cambiaban. Andrés solo ponía una única condición a sus artistas: que fuesen fotos de gente esperando, todo el resto se lo dejaba al gusto del artista, y todos los beneficios que hubiera, que siempre eran escasos.
Así que dos días después la encontré en una foto, sentada, esperando, como yo aquella noche. Con una taza de algo entre las manos, y una mirada triste y perdida en un fondo de personas difusas, quizás mas clavada en si misma que en lo que esperaba, quizás en lo que ansiaba, quizás en mi´, susurro ese pequeño demonio llamado ego. ´No existes, le dije en voz alta a la foto y apretando los dientes me marche del local.
Tardaría una semana en volver al Desespero, en volver a ver la foto, y en atreverme a preguntarle a Andrés por el artista.
- El pequeño pupilo.- Sonrió entre dientes.- Una pieza muy dulce, pero con un lamentable gusto por las rubias.
Me pare en cada foto de cada pared. En todas era ella, estaba ella, respiraba ella. La mirada cambiaba, la sonrisa, el gesto, pero existía en cada foto.
- No te pierdas la ultima.- Susurro Andrés detrás de mi cogote.- Es una manera perfecta de acabar una serie de fotos. Dentro de unos años ya estará maduro para recogerlo.
Si, allí estaba ella. De pie, con el delantal y la bandeja. Hermosa, como una gran hace de largas piernas y esbeltos brazos, sonriendo desde la misma dulzura, postrando el café primero a aquel rostro desencajado y confuso. Un rostro que había olvidado. El mío.
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